Las montañas verdes del norte de España, las playas doradas del Algarve y ahora la serenidad de la costa de La Herradura me invitan a detenerme y reflexionar sobre temas para los que, en medio de la rutina, rara vez hay tiempo. Tras pasar algo más de una semana en el Algarve, llegamos a finales de octubre a nuestro nuevo hogar temporal, lejos de nuestra caravana Turquesita.
Pronto te contaré cómo hemos terminado aquí. De momento, mientras nos adaptamos a este rincón de Granada, con las vistas del Mediterráneo desde el balcón como inspiración, una pregunta ha estado rondando en mi mente y quiero compartirla contigo: ¿Por qué herimos a los demás?
Creo que, si somos honestos, todos en algún momento hemos lastimado a alguien, aunque no fuera nuestra intención. Quizás haya sido una palabra brusca durante una conversación, una acción sin considerar al otro o un simple gesto que, sin querer, causó daño. Desde el conflicto personal hasta los enfrentamientos de escala global, el acto de herir es universal. Y aunque las formas varíen, el origen es el mismo: cuando actuamos desde el desamor y la ignorancia, lo pequeño refleja lo grande. Es como si nos faltara consciencia, como si estuviéramos «dormidos» ante el impacto de nuestras acciones.
Reflexionando sobre ello, pienso que podríamos usar esa misma energía para construir en lugar de destruir. Imagina que usáramos el potencial del universo, esa fuerza que da vida a todo, para crear paz en lugar de conflictos. La razón por la que herimos a los demás, creo, es porque olvidamos que todos estamos conectados; actuamos como si nuestras acciones no tuvieran efecto en nosotros mismos. Pero, en realidad, cada vez que causamos daño, de algún modo también nos estamos dañando a nosotros.
Pensemos en nuestras propias células como ejemplo. En el cuerpo, cada célula tiene un propósito específico, ya sea llevar oxígeno, defendernos de enfermedades o reparar tejidos. No hay confusión ni egocentrismo: cada célula sabe exactamente su rol y lo cumple para el bien del organismo completo. Cuando las células trabajan de manera armónica, el cuerpo funciona bien. Pero si una célula se «rebela» y empieza a actuar de forma descontrolada, aparece lo que conocemos como cáncer. Igual pasa en la sociedad: el conflicto y la falta de empatía son como células rebeldes que dañan el conjunto.
Nosotros también podemos vernos como células de un organismo mayor, y como tal, nuestra función es servir. Sirvo cuando me esfuerzo por ser un buen padre o cuando comparto mi pasión por la vida saludable; Carolina sirve al enseñar chi kung; y cada uno de nosotros, en su vida cotidiana, también sirve. Piensa en una peluquera que, con cada corte, no solo transforma el aspecto de sus clientes, sino que también les devuelve confianza y les da un momento de cuidado personal. O en una maestra que, día a día, inspira a sus estudiantes, nutriendo sus mentes y abriéndoles las puertas al conocimiento y al futuro. También está la persona que trabaja en un supermercado: aunque su tarea sea reponer productos, su servicio permite a otros acceder a alimentos esenciales. Son trabajos que pueden parecer cotidianos, pero su impacto en la vida de los demás es inmenso. Cada uno de estos ejemplos muestra cómo, desde nuestro lugar, todos podemos contribuir a un equilibrio social más armónico.
Cuando el conflicto surge en nuestro entorno, es como un tumor en la sociedad. Si los conflictos se intensifican, como hemos visto a nivel mundial, pueden llegar a devastarnos como humanidad. Por eso creo que el primer paso hacia la paz, tanto individual como colectiva, empieza con un cuerpo sano y una mente clara. Porque si estamos en equilibrio, nuestras acciones se vuelven más justas y generosas. De ahí que la alimentación correcta y equilibrada sea fundamental, ya que no solo nutre nuestro cuerpo sino que impacta en nuestra consciencia y nos hace más sensibles al sufrimiento y a las necesidades de los demás.
Esta idea de equilibrio y reflejo es profunda y me recuerda a la ley de correspondencia del hermetismo: «Como es abajo, es arriba; como es adentro, es afuera». Todo lo que hacemos, cada acto, tiene su réplica en el mundo, porque estamos hechos de la misma esencia. Así como cada célula de nuestro cuerpo refleja el todo, nosotros reflejamos al universo. Tu dolor es mi dolor, tu felicidad es la felicidad del mundo. Cuando entendemos esto, nuestras acciones dejan de ser inconscientes y comenzamos a contribuir a una paz verdadera y profunda.
Esta idea de que «al herirte me hiero» se enraíza en el principio del karma, que nos enseña cómo cada acción que tomamos, cada palabra que decimos, se propagan como ondas en un estanque, devolviendo el eco de nuestras propias intenciones. Cada gesto, cada palabra, es una semilla que sembramos en el campo de nuestras propias vidas, y su fruto tarde o temprano lo cosecharemos nosotros mismos.
De manera similar, la filosofía de «ahimsa», o no violencia, nos llama a tratar con respeto y cuidado a todos los seres vivos, reconociendo que, al dañar a otro, también nos estamos hiriendo a nosotros mismos. Al actuar con compasión y con el deseo sincero de ayudar, no solo aportamos armonía al mundo, sino que también cultivamos nuestro propio bienestar. La paz y el equilibrio que fomentamos no son solo regalos para otros; son un reflejo del respeto que nos tenemos a nosotros mismos y a ese vasto universo del cual todos formamos parte.
Tal vez también te haya pasado: a veces, sin querer, terminamos hiriendo a las personas que más amamos, a esos hermanos, padres, hijos o amigos que son parte de nosotros. En un arrebato, una palabra dura o una acción inconsciente, dejamos cicatrices que pesan.
Pero lo que quizás más duele es cómo guardamos el rencor, aferrándonos a él como a un escudo, sin permitirnos el perdón. Así, el odio se convierte en una carga, una sombra en cada rincón de nuestro ser, impidiendo que nuestras células, nuestra esencia misma, encuentre un momento de alivio y paz. Nos privamos de ese «ayuno» necesario, de ese descanso para el alma que solo el perdón puede traer. Porque, a fin de cuentas, ¿quién gana con la carga de la ira? Soltar, perdonar y sanar son actos de amor que nos devuelven la libertad y el equilibrio.
No debemos castigarnos cuando cometemos errores; el crecimiento personal es un entrenamiento constante de autoobservación y mejora. No nacemos sabios, sino que aprendemos paso a paso a vivir con mayor conciencia. Así como entrenamos el cuerpo, también entrenamos nuestra mente y nuestras acciones: aprendemos a nutrirnos mejor, a cultivar buenos hábitos y a usar nuestras palabras con más cuidado.
Cuando lastimamos a alguien, es una oportunidad para reflexionar y crecer, asumiendo nuestra responsabilidad, pidiendo perdón y practicando para responder mejor en el futuro. Este es un proceso consciente y valioso, un esfuerzo que, aunque no es sencillo, transforma cada gesto y cada palabra en un acto de amor hacia nosotros mismos y hacia los demás.
Entonces, ¿cómo aplicamos este entendimiento? ¿Elegimos seguir un camino de egocentrismo, ignorando el impacto de nuestras acciones en los demás, o nos atrevemos a ser como las células sanas de nuestro cuerpo, que aportan lo mejor de sí para el bienestar de todo el organismo? Quizá, si cada uno de nosotros decide vivir con un corazón consciente y una mente clara, podríamos comenzar a ver cómo el mundo cambia, un pequeño gesto a la vez, en un ciclo de compasión y servicio que se expande más allá de nosotros mismos.
Este post me hizo reflexionar mucho… a veces nos olvidamos de lo conectados que estamos y cómo cada acción afecta a los demás. Al leer esto, siento que debo trabajar más en mí, observar más mis reacciones y buscar ese equilibrio del que hablas. Gracias por compartir algo tan profundo y necesario.
Lo que dijiste de las «semillas» me tocó mucho. Creo que todo vuelve, para bien o para mal, y pensar que cuando herimos a otros nos herimos a nosotros mismos es un gran recordatorio. En serio, tus palabras me ayudan a querer actuar con más respeto y compasión en lo cotidiano. Gracias por esta reflexión tan honesta.
Sois infinitamente gigantes, maravillosos, preciosi lo que estáis haciendo.
En fin .
FELICIDADES FAMILIA!