Continúo disfrutando de un invierno tropical en este maravilloso rincón de España, en el pueblo de La Herradura, en Granada.
Ayer estuve reflexionando sobre una idea que se ha repetido durante siglos: que el ser humano es malo por naturaleza. Desde Tucídides hasta Freud, pasando por Maquiavelo, Hobbes, Lutero y Nietzsche, el pensamiento occidental ha estado impregnado de la creencia de que somos seres egoístas, agresivos y que, sin una estructura de control, nos destruiríamos los unos a los otros. La llamada «teoría del barniz» sugiere que la civilización es apenas una capa fina que cubre nuestra verdadera naturaleza salvaje. Pero ¿y si esta visión estuviera profundamente equivocada?
Basado en mi experiencia personal, me animo a decir que el problema no es el ser humano en sí, sino la semilla que cada uno riega en su interior. Somos totalmente moldeables a nivel mental y esto comporta responsabilidad, riesgos y libertad. Buda decía que nuestra mente es un campo fértil y que aquello a lo que le demos atención crecerá y se fortalecerá.
Lo sé por experiencia propia. Al observarme, he descubierto que dentro de mí coexisten la luz y la sombra, y que ambas crecen en la dirección en la que les presto atención. Cuando dejo que mi atención se deslice hacia pensamientos negativos, cuando me dejo llevar por la crítica, el rencor o la impaciencia, me convierto en alguien más tenso, reactivo, alguien con menos capacidad de amar. Cuando mi mente está atrapada en la queja o en la insatisfacción, siento cómo esa oscuridad va tomando fuerza dentro de mí, contaminando mis palabras y mis actos. Pero cuando elijo conscientemente enfocarme en la gratitud, la generosidad o la paciencia, cuando nutro con intención pensamientos de bondad, mi estado interno cambia. No es magia, es simplemente un principio universal: lo que alimentamos, crece.
La vida es expansión, y lo que nutrimos se fortalece. Con el tiempo, las raíces de nuestros hábitos, sean positivos o negativos, se hunden profundamente, y los tallos se vuelven firmes. Por eso, desarraigar costumbres tóxicas es tan difícil: la planta ha crecido tanto que exige alimento constante, absorbiendo nuestra energía y espacio interior. Sin embargo, siempre podemos elegir qué cultivar. Cada día es una oportunidad para abrir la tierra, despejar el terreno y sembrar nuevas semillas de sabiduría que, con paciencia y cuidado, podrán florecer.
Si llenamos nuestra mente de violencia, cinismo y miedo, esa será la visión del mundo que terminaremos habitando. Si nos rodeamos de belleza, compasión y aprendizaje, veremos cómo esas cualidades florecen en nosotros.
En ese sentido, nuestra alimentación también es un reflejo de nuestra relación con la vida. Una dieta basada en alimentos procesados, químicos y exceso de proteínas animales genera un cuerpo tenso, inflamado, en un estado constante de alerta. Por el contrario, los cereales integrales, las legumbres, las verduras y los alimentos naturales nos permiten funcionar en equilibrio, con una mente más clara y un cuerpo más armónico.
Elegir lo que ponemos en nuestro plato es un acto de conciencia. Así como no regaríamos una mala hierba esperando que se convierta en un árbol frondoso, tampoco podemos alimentar hábitos destructivos esperando una vida plena. El mundo moderno nos arrastra hacia la gratificación inmediata: azúcar, redes sociales, entretenimiento rápido, compras compulsivas. Nos volvemos adictos a impulsos fugaces que nos dan una falsa sensación de placer, pero que, con el tiempo, solo nos vacían. La verdadera satisfacción, la que nos da paz, surge de la paciencia, del esfuerzo, de la repetición de actos que parecen pequeños pero que, en el tiempo, nos transforman.
El pensamiento occidental ha etiquetado de «realistas» a quienes insisten en la idea de que el ser humano es destructivo por naturaleza, mientras que aquellos que creen en su bondad han sido ridiculizados como ingenuos. Pero ¿y si el verdadero realismo no fuera ver la naturaleza humana como algo estático, sino como algo en constante construcción?
Cada día, con cada pensamiento y cada elección, decidimos qué semilla regamos. Y si queremos asegurarnos de regar las semillas correctas, necesitamos herramientas para observar la mente con mayor claridad.
Una de las prácticas más poderosas para esto es la meditación. En particular, la meditación de «observación atenta e inafectada» es una gran herramienta para aprender a ver lo que ocurre en nuestra mente sin dejarnos arrastrar por ello. Consiste en sentarse en silencio y observar sin juzgar todo lo que desfila por la mente: pensamientos, emociones, recuerdos, impulsos. No se trata de bloquearlos ni de identificarse con ellos, sino de verlos venir e irse como si fueran nubes en el cielo. Al hacer esto con regularidad, empezamos a notar patrones, a darnos cuenta de qué tipo de pensamientos aparecen con más frecuencia y, lo más importante, aprendemos que no somos nuestros pensamientos, sino el observador de ellos.
Meditar no significa apagar la mente, sino entenderla. Y cuando comprendemos cómo funciona, nos volvemos más libres para decidir qué regar y qué dejar secar. ¿Qué hábitos podrías transformar hoy para alimentar lo mejor de ti mismo? ¿Cómo podrías empezar a observar tu mente con más claridad?
ufff esto me llegó fuerte… nunca lo había visto así pero tiene todo el sentido. A veces intento cambiar hábitos y siento q es imposible, pero claro, si llevo años regando lo mismo… toca hacer espacio para sembrar algo mejor. gracias por esta reflexión!
me encantó esta idea de las semillas y las raíces, creo q es justo lo q necesitaba leer hoy. Cuántas veces intentamos cambiar sin darnos cuenta de q lo q hay q hacer es preparar bien la tierra antes… hermoso texto!
La semilla que regamos crece… Gracias Mariano, esto es una perla! Saludos desde Costa Rica, puravida!