Pensaba que todos los perros eran ruidosos y agresivos, y por eso siempre me gustaron más los felinos. Hasta que un día conocí a Braco. Negro, corpulento, y, aunque su nombre en asturiano significa “valiente”, a mis ojos Braco era puro zen.
Durante nuestra estancia en la granja de Pitasana, en Asturias, disfrutamos de muchos paseos entre Boal y Armal, 4 kilómetros de ruta circular en compañía del perro Braco. No era sólo la belleza del paisaje de colinas verdes intensas, o de lluvia también intensa. Era algo más.
Braco no era nuestro perro, pero eso no impidió que sintiéramos la conexión, la alegría de su compañía. Mis hijos paseando un perro como propio, por primera vez en sus vidas. Y Carolina, tan poco acostumbrada a las mascotas, era un milagro verla caminando con un perro a su lado, sin temerle ni sentir rechazo ante sus cariñosos lamidos. El hecho de no tener a Braco bajo mi control me enseñó algo valioso: que la verdadera satisfacción no radica en la posesión, sino en la experiencia misma.
En este viaje, he caminado por muchas tierras, saboreado manjares de huertos que no son míos, y participado en tareas de fincas que no me pertenecen. Sin embargo, el placer que me brindan esas experiencias es completo, precisamente porque no hay ataduras, porque sé que en algún momento llegarán a su fin.
Esta vivencia me recordó el consejo un tanto jocoso que una vez aprendí de un experto en libertad financiera: “Si puedes alquilar, alquila hasta tus calcetines”. Aunque suene exagerado, lo que realmente significa es que el disfrute no depende de la propiedad. De hecho, la obsesión por poseer suele arruinar la capacidad de saborear la vida. El apego nos esclaviza, nos quita la paz, porque nos aferra a lo que tarde o temprano perderemos.
En nuestro paso por varias fincas y huertos, Carolina y yo hemos podido ver esta realidad una y otra vez. Cosechamos y disfrutamos los frutos, sabiendo que no son nuestros. Vivimos con un sentido de impermanencia, pero sin el temor que normalmente acompaña a la fugacidad. Lo efímero no es malo; es la condición de todo lo que existe.
A veces me descubro echando de menos a Braco, pero me doy cuenta de que ese apego no es necesario, que está bien soltar. Como decía Machado: “…y cuando llegue el día del último viaje… me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”. Hemos venido al mundo sin nada, y de igual manera nos iremos.
La vida, cuando se ve a través del prisma del desapego, es más libre, más plena. ¿Qué sentido tiene pasar nuestra vida acumulando cosas que tarde o temprano perderemos? Esta pregunta, aunque suene a una reflexión adolescente, sigue resonando en mi mente mientras me acerco a los 44 años. Veo a tantas personas instaladas en la acumulación de objetos y propiedades, incapaces de detenerse y vivir. Es como si la acumulación fuera una distracción que les evita enfrentarse a sí mismos, a sus miedos más profundos.
El apego no solo se manifiesta en la avidez por lo material, sino también en nuestras emociones, en nuestras relaciones. A menudo, el ego nos lleva a querer retener experiencias, personas, sentimientos, con la ilusión de que podremos detener el paso del tiempo. Pero ese aferramiento solo nos trae dolor, porque todo es fugaz. El Dhammapada lo expresa con claridad: “De la avidez surge el sufrimiento; de la avidez surge el miedo. Para aquel que está libre de avidez no hay dolor ni miedo”.
He aprendido que la avaricia no solo endurece el alma, sino que nubla la capacidad de ver la belleza de la impermanencia. Braco, el perro zen que nunca fue mío, me enseñó eso. Cada paseo, cada huerto, cada lugar que visitamos en este viaje es una lección de soltar, de disfrutar sin poseer, de estar presente sin acumular. Es fácil decirlo, pero practicarlo requiere eliminar el apego desde la raíz. Cuando lo logramos, las demás emociones negativas también se disuelven.
¿Significa esto que nunca sentiremos dolor por lo que perdemos? No. Extrañar a Braco me lo demuestra, pero también me recuerda que el dolor es parte de la experiencia, y que soltar no significa no sentir. Es un equilibrio, un camino del medio, como he aprendido en la macrobiótica: ni tanto ni tan calvo.
Entonces, ¿qué hacemos aquí? ¿Vivir solo para acumular experiencias sensoriales, poder, y cosas? ¿O hay algo más en esta vida? Tal vez el verdadero arte del buen vivir está en la capacidad de disfrutar sin poseer, de amar sin aferrarse, de caminar ligero por la vida, como los hijos de la mar.
En este viaje, tanto físico como interior, he aprendido que el apego es una prisión que nosotros mismos construimos. ¿Qué pasaría si pudiéramos disfrutar de todo sin querer retenerlo? ¿Cuánto más ligera sería nuestra vida si pudiéramos soltar y simplemente vivir?
que bonito esto de ver la vida sin apegos… creo q esa es una leccion que muchos deberiamos aprender. yo misma me aferro a tantas cosas, y al final, solo me genera stress. me inspiras mariano, tendre q intentar practicar el desapego mas seguido
Increible lo que mencionas del perro braco! nunca pense que un animal podria enseñar tanto… tu experiencia me hace ver que talvez el desapego es una forma de ser más feliz y menos preocupado por lo que no puedo controlar. gracias por compartir esta historia tan sincera
Es tan dificil soltar!! yo siempre pienso en las cosas q tengo y las personas q amo, y me cuesta la idea de que todo eso puede desaparecer… pero leer esto me dio un poquito de paz, como si me ayudara a ver que es natural que todo cambie. seguiré leyendo tus posts
Me quedo con esa frase de Machado, que bonito es vivir sin apegos… aunque aveces parezca imposible! La experiencia que describes con Braco suena mágica, gracias por transportarnos a ese momento tan especial.
Tus palabras llegan directo al corazón, sobre todo al hablar del desapego. Siempre me he aferrado a mis cosas y a mis recuerdos, pero leer esto me hizo pensar que talvez es hora de soltar un poco.