El valor de una comida no se mide en euros ni en estrellas Michelin. Una comida vale por la vida que contiene, por la conciencia con la que la recibimos y por el vínculo invisible que nos une a la tierra y a quienes la han hecho posible.
A veces pensamos que cuanto más caro es un plato, mejor debe ser. Pero la verdad es que detrás de un sencillo cuenco de arroz integral hay un trabajo inmenso: la semilla plantada, la tierra abonada, la lluvia, el sol, las manos que lo han cultivado, cosechado, distribuido y cocinado. Cada grano es un pequeño milagro, y reconocerlo es aprender a saborear la abundancia.
La macrobiótica nos recuerda algo esencial: no necesitamos complicar la vida para comer bien. La mejor comida es casi siempre muy sencilla. Con alimentos locales y de temporada, cocinados con respeto, llenamos el cuerpo de vitalidad y claridad. Comer así no es solo un acto nutricional, también es un acto de amor hacia la Tierra. Porque cuando elegimos verduras frescas de proximidad en lugar de productos industriales traídos desde miles de kilómetros, estamos cuidando nuestra salud y también el planeta.
La naturaleza tiene sus ciclos y nos pide aprender a adaptarnos a ellos a través del arte culinario. No es lo mismo cocinar en invierno que en verano, y lo que hoy nos equilibra mañana puede desajustarnos. Si la naturaleza cambia, ¿cómo no íbamos a cambiar nosotros? En primavera dejamos el edredón de invierno guardado sin pensarlo demasiado. En verano no se nos ocurre ponernos un gorro de lana. Y cuando llega el otoño, nadie se sorprende si cambia la ropa ligera por chaquetas. Lo curioso es que para el vestir nos adaptamos rápido, pero con la comida —que son tres veces al día— la mayoría no cambia nada. Y así llegan los desequilibrios emocionales, la confusión mental y los achaques que podrían evitarse si aprendiéramos a escuchar las estaciones también en la mesa.
Por eso, cada uno tiene que observar su entorno. Ir a la verdulería, preguntar: “¿Qué es lo que viene de aquí cerca? ¿Qué no viene de invernadero?”. Porque un invernadero, al fin y al cabo, es un invento para simular un clima que no existe en nuestra zona. Comer tomates en enero puede sonar tentador, pero nuestro cuerpo lo siente como un pequeño carnaval fuera de temporada: divertido un rato, pero desequilibrante después. Y mejor evitar también las hortalizas que acidifican la sangre, esas que nos roban vitalidad aunque se vean apetitosas en la estantería.
En los restaurantes convencionales rara vez se persigue la salud. Lo que se ofrece, en la mayoría de los casos, es placer sensorial a un precio elevado. Basta mirar los menús: aceites refinados recalentados en cada fritura, cereales blancos que han perdido su vitalidad —pan blanco, arroz blanco, pasta blanca— y postres cargados de azúcar que parecen más un experimento de laboratorio que un alimento. Sin embargo, la mayoría de las personas están dispuestas a pagar mucho dinero por estas comidas que desequilibran el cuerpo, mientras descuidan lo más importante: su plato diario en casa. Es curioso, se gasta con entusiasmo en restaurantes de moda, pero se ve como un gasto innecesario invertir en la propia salud. (Quizá deberíamos empezar a pensar que el verdadero “lujo” es levantarse con energía y sin achaques).
La verdadera potencia de los ingredientes simples se despierta en la cocina. Ahí es donde entra la alquimia que nos transmitieron los antiguos de generación en generación, y que hoy reconocemos en la macrobiótica como un método universal para transformar lo ordinario en extraordinario. Con fuego, agua, sal y tiempo, una humilde zanahoria puede convertirse en medicina, y un puñado de legumbres en una fiesta para el cuerpo y el espíritu.
Thich Nhat Hanh decía que solo con plena conciencia, concentración y visión profunda podemos obtener una verdadera comida rica. Y yo añadiría: también con una pizca de buen humor, porque la seriedad excesiva indigesta más que un plato recalentado de la nevera.
Hoy te invito a algo simple: antes de tu próxima comida, detente un momento. Mira lo que hay en tu plato y pregúntate: ¿de dónde viene esto? ¿Qué manos y qué fuerzas de la naturaleza han hecho posible que esté aquí? Respira, agradece y entonces come despacio, sintiendo que en cada bocado recibes un pedacito de universo.
La verdadera riqueza no está en comer más ni en comer caro, sino en comer con conciencia. Y en cada bocado sencillo, local, de temporada y lleno de vida, recordamos que somos parte de algo mucho más grande.
ufff q pedazo de texto!! me hizo pensar q muchas veces voy al super y compro tomates en pleno enero sin pensar nada… y claro luego el cuerpo no esta igual. desde q empeze a cambiar cosas sencillas, como pasar del pan blanco al integral y poner mas verdura local en el plato, ya noto mas energia. no hace falta gastarse un dineral en restaurantes para sentir q comes bien, la verdad q lo simple es lo q mejor sienta
Mariano, con toda la humildad del mundo, te digo que me doy cuenta que tengo que empezar a estudiar contigo , porque cada cosa que publicas me doy cuenta de que quiero que seas mi maestro, te admiro y me encanta tu forma de enfocar las cosas. Gracias por tus publicaciones son siempre inspiradoras!!!!
Yo gasto un montón en comer por ahi y siempre ando con acidez en el estomago… Sé que esas comidas no me sientan bien y sin embargo caigo siempre en ello… gastas mucho y te nutre poco, es una tonteria…..con lo bueno que es cocinar en casa cosas sanas y más nutritivas… tengo que reflexionar… gracias Mariano!
Gracias Gracias Gracias Mariano, excelente mensaje, trato de comer con conciencia y alimento de estación, bendiciones desde Argentina
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Gracias
carlos
Que profundo y que cierto todo lo que dices. La esencia de lo verdadero en la mesa. Que grande!